domingo, 13 de junio de 2010

Cuenta atrás

Salí tarde en dirección a casa de Lucía. El viaje fue bastante horrible, un viernes tarde, atravesar toda Lima en un colectivo encajada como una sardina en una lata. Tras una hora de viaje llegué a no sé qué lugar que no debía estar muy lejos del acordado, así que caminé hasta que por fin la encontré. Juntas nos metimos en la cocina donde ella se convirtió en barman y empezó a hacerme cóckteles con pisco. Hasta entonces yo sólo conocía el pisco sour. Ella me preparó también "res" y "algarrobina" éste último fue, sin duda alguna, el mejor cócktel de pisco que he probado nunca.

Un poco más contentas nos dirijimos a Barranco. Allí, en la plaza de la iglesia había quedado con Lourdes y Andrés. Empezamos la noche en un bar del boulevard de Barranco y poco después me llamó Diana para invitarme a que nos uniéramos a una discoteca a pie de playa. Terminamos nuestras cervezas y, aunque la música era muy buena, no pudimos rechazar la invitación a entrar de enchufados en aquel lugar. La discoteca me parecía bastante pituka, con mucos pitukos en el interior, pero rodeada de buena compañía aquello no era un problema. Disfrutaba bailando pero a medida que avanzaba la noche empecé a recordar momentos y más momentos del viaje, quise reunir allí, aunque sólo fuera en mi mente, a aquellas personas que habían compartido tan buenos momentos a lo largo de esos tres meses. Tenía los ojos llenos de lágrimas y una sonrisa en la cara. Bailé cumbia hasta estar sudando enteramente y, cuando la gente empezaba a marcharse, Lourdes anunció el final de la velada. Estaba contenta, me había divertido, pero había sido como un cumpleaños en el que falta tu mejor amigo.

Al día siguiente al despertar no podía para de mirar el reloj, sólo faltan seis horas, ya sólo cuatro... y así medía cuánto me quedaba de angustia, porque era una extraña espera, mezcla de alegría y tristeza.
Nélida, la mamá de Carmen, salió a comprar porque quería que mi última comida en Perú fuera rica. Me preparó un buen lomo saltado que comí acompañado de Inca Kola y, tras el rico almuerzo, salimos en dirección al aeropuerto.

Desde el mismo momento en que crucé la puerta tuve problemas. Lo primero fue que cuando quise pagar con mi visa el empaquetado de las maletas la máquina no podía leer el chip, después que tras hacer cola en Iberia, éstos me informaron de que mi vuelo sería operado por LAN y tenía que volver a hacer otra cola y para terminar, me informaron que mi vuelo saldría con retraso.
Merondeé por el aeropuerto junto a Nélida gastando los últimos soles de mi cartera. Entonces nos despedimos y fue un momento triste. No habíamos pasado mucho tiempo juntas, pero me había recibido, alojado y tratado como a su propia hija.

En el control policial me registraron, como de costumbre, y ya en la zona internacional comprobé que el aeropuerto tenía un microclima muy diferente al de exterior, al de Lima. Por allí paseé buscando algo que costase 4 soles máximo, para realizar mi última inversión. Era imposible, todo resultaba carísimo. Tras entrar en varias tiendas descubrí que lo unico a lo que podía acceder era a un condorito de tela. Me gustó la idea, pero reservé el dinero por si tenía alguna emergencia.

Tras caminar, recorrer las tiendas y visitar los lavabos, me fui a la puerta de embarque a leer. Pasaron las horas, fui a pedir información. Nuestro avión se encontraba en Guayaquil donde estaban intentando arreglar una avería. Como el tiempo pasaba y pasaba mucha gente empezaba a desesperarse, nos cambiaron las conexiones, nos dieron n ticket para cenar y nos dijeron que esperáramos hasta nueva información. Me fui a cenar con dos catalanes y una peruana. Hicimos buenas migas así que a la vuelta de la cena nos quedamos hablando para que nuestra espera fuera menos tediosa.

En plena desesperación de cómo avisar a mi madre recurrí a Christie. Mis últimos cuatro soles, no invertidos en el condorito, sirvieron para llamarla, explicarle la situación y que ella llamase al día siguiente, cuando la hora fuera decente, a mi madre, para explicarle que llegaría con mil horas de retraso.

Los ojos se me cerraban del sueño y mi piel traspasaba el frío sin piedad cuando os anunciaron, ya al día siguiente, que embarcaríamos. Yo tenía hambre otra vez y sólo entrar en el vuelo me ubiqué en mi sitio, me enrollé en la manta y pregunté a la azafata "señorita, ¿nos darán de cenar?" ella hizo un gesto de afirmación que en ese momento supuso para mí la felicidad extrema.

El avión comenzó su camino, aumentó la velocidad, se elevó dulcemente y sin quererlo despegó. Desde la ventana observaba las miles de luces que conforman la noche limeña. Siempre pensé que en ese momento lloraría, pero no fue así. No sé si mis sentimentos estaban anestesiados por el frío o por el hambre, sencillamente no salieron a la luz.

El vuelo fue bastante rápido, sólo me dio tiempo a cenar, ver un par de pelis, dormir y hablar. Cuando me quise dar cuenta estaba llegando a Madrid en donde me convertí en Ussain Bolt para coger mi conexión hasta Sevilla. Trágicamente mis maletas no fueron tan rápidas como yo, de hecho se quedaron retenidas en la aduana por culpa de los quesos de Cajamarca. Al día siguiente pude recogerlas, tirar el queso, poner la reclamación en Iberia, sacar todos los regalos y darme cuenta de que, ahora sí, mi gran viaje estaba completamente finalizado.

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