domingo, 7 de agosto de 2011

El interminable viaje.

Lunes 2 de agosto.

La mañana comenzó muy temprano para mí. Llevaba días haciendo la mochila y motivándome en ese último empujón en el trabajo antes de las vacaciones. ¿Tenía todo preparado? Eso esperaba, al menos lo creía.
Una de las primeras cosas que hice esa mañana fue mancharme de café los pantalones que debían durarme todo el mes. Creo que este será su último viaje, pobres pantalones, con tantos kilómetros a sus espaldas.
Afortunadamente Mayte se ofreció a llevarme al aeropuerto. Sólo con pensar en realizar el transporte con todas las mochilas y el traje de la boda en metro me producía escalofríos, a pesar de la tempèratura infernal que caracteriza al subterráneo de la ciudad Condal.

Todo iba sobre ruedas: mi llegada al Prat, un embarque y vuelo agradable hasta Madrid... hasta que comenzaron las preguntas estúpidas para poder acceder al vuelo de Miami. Pasé la primera prueba y después tuve que esperar junto a una gringa con verborrea compulsiva que me produjo cefalea en cuestión de un minuto, por lo que salí huyendo. Tras responder antes de embarcarme a otra nueva serie de estúpidas preguntas, descubrí que, para mi sorpresa, compartía vuelo con Jiménez los Santos, qué dicha, qué alegría, es como un hobbit con traje de humano.

Al inicio el vuelo no presentó incidencias, pero poco después descubrí que hay algo peor que la comida del hospital... la de American Airlines, realmente horrible. Tras mi festín culinario intentaba dormir pero los dos mexicanos que se encontraban a mi lado decidieron pedir casi todas las botellas del bar y emborracharse allí mismo, justo delante de la salida de socorro. No paraban de contar historias a voces y reírse cual borrachos, un verdadero suplicio.
El resto del vuelo transcurrió sin problemas hasta que divisamos Miami, hermoso desde el aire, pero sin huequito donde no hubiese agua o una casa. En el aeropuerto de Miami comenzó mi tortura: primero cola enorme para revisión de pasaporte, toma de huellas dactilares y foto facial (cual "jarrai"), luego nadie sabía decirme si mi maleta iba directamente a Guayaquil o debía recogerla para pasar por aduana. Pregunté al personal del aeropuerto, unos decían que sí, otro que no. Finalmente encontré una lista en un control donde se indicaban los vuelos que no debían recoger equipaje, obvio que el mío no se encontraba. Me quedaban sólo 15 minutos para embarcar y allí estaba yo, impaciente, esperando a que saliera mi mochila. Tras unos minutos de espera realmente interminables mi mochila por fin apareció por el túnel pero justo antes de salir a la cinta, ops, ésta se paró. Al borde de la desesperación le pedí a un recogemaletas que extrajera mi mochila. No quería perder el vuelo a Guayaquil y pasar la noche en el aeropuerto y mucho menos perder mi conexión a Galápagos. Justo cuando el chico se introdujo y me dio la maleta, "piiiiiiiiiiiii" se puso en marcha la cinta, pero todo se solucionó tendiéndole la mano, con un par de risotadas y un agradecimiento.
Cuando ya creía que podría salir corriendo hacia la puerta de embarque descubrí una infinta cola para atravesar la aduana, comencé a pedir a la gente que me dejaran pasar pues en sólo diez minutos tenía que embarcar, algunos me ponían caras raras, otros ni siquiera me miraban, hasta que un grupo de colombianos me dejaron pasar. Tras una nueva tanda de preguntas estúpidas dejé, a tan sólo unos metros de donde la saqué, mi maleta. Entonces corrí como alma que lleva el diablo hasta la puerta de embarque, descubriendo en plena carrera que ésta de encontraba en otra terminal. Corrí y corrí por los interminables pasillos del aeropuerto de Miami, tomé el Skytrain y al salir de éste corrí estirando las piernas todo lo que pude, con el corazón latiendo como si quisiera escapar del pecho. Antes de entrar en la terminal... ¡otra cola! A tan sólo 5 minutos no podía permitirme esperar, busqué una aliada, una con pinta de latina (como tanto otros en esta ciudad) y le expliqué mi problema. Me colé de nuevo sin problemas, pero tuve que hacer un pseudostreeptease para pasar el control. Salí del mismo corriendo, con las botas mal atadas, los bártulos en los brazos y el cinturón y reloj en las manos. En ese momento, sin aliento y casi sin dignidad, me prometí no volver a hacer escala en este país.

El último vuelo fue mucho más tranquilo, pero me encontraba sumamente cansada. Me limité a cenar, ver una película sin argumento y dormir. Al despegar fue agradable la visión de Miami y luego de las Antillas desde el cielo.

A mi llegaba a Guayaquil, otra cola, mi equipaje intacto (estaba casi segura que se había quedado en Miami) y a la salida muchos gritos, gente con pancartas, cámara de fotos, ramos de flores... aunque ninguno para mí. Deambulé entre la multitud, divisando de lejos a Mariano y cuando me dirigía hacia él escuhé "¡Alba!, ¿eres Alba?", eran la mamá y la hermana de Carmen, allí estaban para recibirme. Nos presentamos y fuimos a tomar un helado. Extrana sensación la de estar allí con la familia de Carmen hablando de ella. Entregué los regalos y vestidos y creí que, tan un estresado y largo día me merecía un buen descanso. Ya estaba en Ecuador y mi mochila también.

No hay comentarios: