sábado, 22 de mayo de 2010

Cajamarca 2

En la mañana salimos en dirección a Cumbemayo, una zona montañosa en los alrededores de la ciudad. Su nombre significa "río estrecho", en alusión al sistema de canalizaciones hidraúlicas que allá construyeron los mochicas para así desviar el agua y hacerla llegar a lugares áridos.
Por el camino observamos montículos que consistían en yacimientos arqueológicos no excavados. Luís, nuestro guía, nos explicaba impotente, que hace unos años llegaron hasta aquí unos arqueólogos de la universidad de Tokyo. Desenterraron los restos y se sorprendieron con lo que encontraron, quisieron dejar aquello expuesto, pero el INC no envió los fondos para su mantenimiento, así que no quedó más remedio que volver a taparlo. Lástima e indignación.
Más adelante atravesamos el "divortium aquarium", un elevado lugar donde se separan las cuencas fluviales: miras a un lado y sabes que de allá las aguas partirán al Pacífico; al otro, que llegarán al Atlántico.

Lo primero que visitamos en nuestro descenso fue una pequeña cueva con petroglifos (diseños esculpidos en las rocas), no recuerdo bien si realizado con los chachapoyas o por los mochica. Se desconoce su significado, pero me llamó la atención la repetición del signo del infinito, u ocho tumbado.

Luego atravesamos una abertura en una roca, no sé si llamarla cueva. Era una grieta de interior oscuro por la que se pasaba con facilidad a pesar de la ausencia de luz. Sólo a los más mayores les supuso un estrago. Para mí, después de las minas de Potosí, aquello era de "cascarón de huevo".

Cumbemayo es una especie de valle donde las rocas toman formas caprichosas: cóndor, armadillo, vasco con boina, pirata, amantes besándose y por supuesto, de pene. Yo caminaba junto a tres españoles de León y Asturias que habían llegado al tour con una mezcla de resaca y borrachera, simpáticos, sus comentarios sobre las rocas me hicieron el camino muy divertido.

Tras una caminata de algo menos de una hora observando las curiosas formas de la roca llegamos al sistema de riego moche. Las canalizaciones me recordaban a las observadas en Cusco y pensé que tal vez los incas las habían descubierto en sus incursiones por el norte y luego las habían copiado. La variación en el ancho del canal y el zigzageo en su dirección también se usaban aquí como técnica para disminuir la velocidad de las aguas. En medio del recorrido de canales visitamos una gran piedra de sacrificios. Se suponía que la sangre derramada por el animal ofrecido al Dios sobre las aguas las purificaba. Tras la explicación del guía, una pequeña nos cantó con voz estridente una cancioncilla. Los chicos españoles se negaron a pagarle, como yo y a cambio tuvieron con ella una interesante conversación sobre el cole.

Luego vuelta al coche caminando por bellos paisajes y una subida un tanto inclinada. Afortunadamente una sabe cuándo hacer su parada fotográfica que sirva de descanso y así disimular que el hígado está a punto de salir por la boca.

En Cajamarca busqué un resturante cuyo menú incluyese cabrito, comida típica del lugar, pero estaba agotado y no me quedó más remedio que comer pollo.

Por la tarde me había unido a un tour para ir a varios lugares en los alrededores de la ciudad. Finalmente no visitaba la famosa granja Porcón pero la tarde resultaría bien distraída. El primer lugar al que nos dirigios fue la Hacienda Colpa. Había sido un gran latifundio antiguamente y tras la reforma agraria de Alvarado en el 69 decayó. Los grandes latifundios de los terratenientes fueron repartidos entre los agricultores que trabajaban la tierra. Según los comentarios de los lugareños, la reforma no funcionó, los agricultores descuidaron el comercio y decayó también la producción, terminando muchas granjas y campos en la ruina. Supongo que ese fracaso tuvo múltiples factores y conociendo cómo funcionan estas cosas en Sudamérica, no descarto el boicot como punto fuerte.
Años más tarde el nuevo propietario de la granja decidió seguir el modelo antiguo y además permitir que ésta se visitase para dar a conocer el trabajo que allí se realiza. Actualmente más que una granja parece un paque de atracciones. Los turistas pasean junto a los establos, unos niños pasean en caballo mientras otros son fotografiados por su padre junto a los patos. Yo intento separarme del grupo para conseguir un poco de tranquilidad mientras observo un grupo de ovejas tras la valla. En ese instante una cabra loca salta sobre el muro y se queda allí, junto a mí, mirándome fijamente. Le hago una foto sin que se inmute siquiera. Continúo mi paseo y ella me sigue, si me paro ella también lo hace y si, a modo de juego vuelvo sobre mis pasos, ella se gira y me acompaña en mi retorno. Abandoné a mi amiga para seguir mi camino hasta un lago artificial muy hermoso pero plagado de gente.

Tras conocer la zona de los establos nos dirigimos al cortijo. La familia sigue viviendo allí y no pueden ser visitadas sus estancias, pero sí la parte exterior, donde el dueño exhibe orgulloso sus piezas de colección: objetos antiguos de diferente naturaleza, hallazgos arqueológicos que prefiero no pensar en cómo llegaron hasta allí y muchas macetas por los alrededores. El patio, ostentoso hasta límites ordinarios, se iba llenando de turistas que admiraban los azulejos sevillanos del suelo, las fuentes, el carruaje.... yo me sentía en casa de un sevillano cateto con dinero, pero en Cajamarca.

La mayor atracción de la granja consiste en ver el llamado de vacas. A las 16h es el momento en el que los animales regresan a sus establos tras pasar la mañana en el prado pastando. Cada una de ellas tiene su lugar, con su nombre colocado en un pequeño letrero. Los vaqueros, en vez de empujarlas a todas de regreso al establo, las van llamando una a una por su nombre y ellas, conocedoras de cuál es el suyo, inician un ligero trote hasta colocarse en el lugar que tienen asignado. Había turistas sentados en las gradas, pero yo me quedé en la entrada del establo, desde donde podía ver a la vaca venir, pasar junto a mí, obervar su nombre en el cartelito que colgaba de la oreja y ver sorprendida cómo terminaba en el hueco que tenía el letrero con el mismo nombre. Al pincipio no podía parar de reír cuando dijeron "teresitaaaaaaaaa" y una pequeña vaca vino corriendo y comprobé que su nombre y el del cartelito del establo eran el mismo. "Lourdesss" volvió a gritar el señor y ella pasó tranquilamente junto a mí. Era algo sorprendente, no sabía que una vaca podía llegar a reconocer su nombre como si de un perro se tratase. Fue realmente curioso.

De allí fuimos a la iglesia de la hacienda en cuyas paredes también había azulejos sevillnos. Más que una iglesia era un linda capilla, muy solicitada para bodas, siempre y cuando estés decidido a pagar el alto precio que el dueño solicita por su uso. En la fachada de la misma lucía un mensaje fundamental para los trabajadores de la granja que allí iban a rezar: "Ora et labora".

Antes de huír de allí algunos de los integrantes del grupo decidieron comprar productos de la granja. Yo me abstuve porque ya el día anterior había conseguido mis productor cajamarquinos. Mientras esperaba pude observar cómo llegó el dueño y compró para su perro una tarrina de manjar blanco. Fue la única vez que me resultó tierno ver a un Rossweillwer, sujetando éste la tarrina con sus patas delanteras mientras con un giro de cabeza introducía la lengua en el tarro.


Abandonamos la granja atravesando carreteras donde, en unas altas plataformas situadas junto a la calzada, se apilaban los cántaros de leche en espera al camión recolector. En pocos minutos llegamos a las cataratas de Llacanora. Son un par de caídas de agua en un río poco caudaloso, situado en una campiña que, a pesar de no ser un lugar árido, sorprende pensar que guarde ese secreto al fondo del paseo. Hay un par de cataratas, la primera de ellas de pequeño tamaño y totalmente rodeada de vegetación, es la que se conoce como catarata hembra; la segunda, de bastante más metros, la macho.

Antes de salir al siguiente destino le compré a una señora, que se situaba al borde del camino con una olla, unos chicharrones con choclo por dos soles. Los chicharrones son carne de cerdo como a la brasa y el choclo es un maíz grandote y sabrosón que estaba hervido. Mientras lo comía y disfrutaba, llegamos al último punto de la visita: los baños del inca.

Éste es el lugar donde se suponía reposaba Atahualpa cuando Pizarro hizo su entrada en la ciudad. Poco queda de los baños de antaño y ahora ante el turista se abre un macrocomplejo que ofrece todo tipo de servicios de spa, masajes, saunas, baños, piscina y un amplio etcétera. La visita duró sólo unos minutos, pero fuera de la parte de spa no había muchísimas cosas para ver. Se podían observar unas grandes piscinas con las aguas sulfatadas (de olor a huevo podrido) que desprendían mucho vapor ya que la temperatura del agua alcanza los 72ºC.
Un pequeño edificio dentro del gran recinto esconde una poza antigua, no es donde se remojaba el gran mandatario, pero servía para hacerte una idea.
A la salida, ya algo cansada, me compré un dulce llamado "cachanga", una masa frita embadurnada en miel de caña. No era algo exquisito, pero sólo me costó un sol y me sirvió de postre.

Mis últimas horas en Cajamarca las pasé en un ciber, intentando contactar a Lobo por su cumpleaños, buscando alojamiento en Trujillo y hablando con Chris, que insistía en enviarme a un amigo a la estación de buses de esa peligrosa ciudad.

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