sábado, 15 de mayo de 2010

Ferreñafe, Sicán y Bosque de Pómac

A pesar de que no había tenido una mala experiencia con el tour del día anterior, preferí hacer la ruta de este día a solas. Supuse que con mucha gente a mi alrededor no podría disfrutar de la tranquilidad del bosque igual que en soledad y también podría elegir dónde comer.

Llegué temprano al paradero de Ferreñafe en Chiclayo. Desde allí salí en colectivo y tras unos 20 minutos me encontraba en ese pueblo. Me lo habían descrito como un lugar con encanto y en la guía recomendaban visitarlo no sólo por su museo. Para mí no resultó un lugar de gran interés. Pueblo de casas descoloridas, edificios descuidados, plaza con su obligada iglesia... encantador pero no imprescindible. Pasée ante la atenta mirada de sus sorprendidos habitantes y una vez que di por concluído el paseo, tomé un motocarro hacia el museo del señor de Sicán.

Incomprensiblemente en el museo no tenían cambio, esos son los pequeños detalles que no me gustan de Perú, aunque siempre hay alguien simpático que se ofrece para ir a cambiar mientras visitas el museo, ineficacia subsanada por la calidez humana.

El señor de Sicán fue encontrado en una Huaca, la del Loro, situada cerca del bosque de Pómac, a tan sólo unos kilómetros de Ferreñafe. Estaba también rodeado de sus enseres y lo acompañaban dos mujeres. El enterramiento y lo encontrado en él eran menos majestuosos que los del Señor de Sipán, sin embargo a mí me encantó la reconstrucción de la tumba. Dado que ellos creían en una nueva vida tras la muerte, habían colocado al señor en posición fetal y bocabajo, totalmente en presentación cefálica, genial. Luego leí que para conseguirlo debían luxar las articulaciones del difunto, con lo que llegaba a la nueva vida un poco defectuoso.

El museo no era muy grande. En él sólo se exponía la reconstrucción de dos tumbas y tras ellas había una zona dedicada a la orfebrería, metalurgia y minería. Estaba muy bien diseñado ya que había paneles explicativos en dos idiomas a lo largo de todo el recorrido. Así pude leer en qué consistían el fenómeno del niño y el de la niña; cuáles eran las técnicas utilizadas en las diferentes expresiones artísticas del pueblo mochica y cómo y para qué vivían. Pude ir tranquila, a mi ritmo, en la visita del museo, y lo disfruté. Sin embargo creo que es mejor visitar éste antes que el de Tumbas Reales ya que, a pesar de resultar bastante interesante, queda eclipsado por la grandeza del anterior.

Volví al pueblo y allá tomé un coletivo hasta el Bosque de Pómac. Más que un bosque consistía en una sabana. El calor era asfixiante y el sonido de la chicharra lo hacía aún más intenso para mi percepción. Entré en el centro de visitantes para que me informaran de la ruta. Lo que Christie me había dicho que tardaría a pie unas dos horas a lo sumo se convertía en el doble según el guía. Durante unos instantes vacilé. No sabía si lo que intentaban era venderme el motocarro o realmente la distancia era tan importante. Miré el mapa, calculé y entonces pensé que, a pesar de que no estuviera tan lejos, con aquel calor y sola era algo arriesgado hacer el camino a pie. Finalmente acepté ir en motocarro.

Si hubiese sabido que había tan poca sombra y que la temperatura llegaría a esos niveles habría empezado mi ruta a las 6 de la mañana.

Salí en motocarro por un camino de tierra y piedra. Intentaba hacer fotos en aquel ajetreado vehículo, cuyo ruido seguro que espantaba a todos los pájaros que yo buscaba. A ambos lados los árboles parecían estar secos, pero conservaban el verde de sus hojas. En poco tiempo llegamos al famoso "árbol milenario" que en realidad tiene unos 500 años. Se trata de un enorme algarrobo de tronco retorcido a modo fantástico y que, a pesar de haber sido tumbado por una tormenta, sigue vivo, acostado sobre un lado, como si esperara tumbado en su cansancio centenario la visita de los curiosos turistas.

Caminamos en busca de algún pájaro, pero no aparecía ninguno, como era de imaginar con aquella insolación. Continué el camino en motocarro y entonces comprendí que para visitar el árbol bastaba con una caminata, pero para llegar al mirador era necesario desplazarse en carro o salir muy temprano. La distancia era de kilómetros por un camino de tierra árido que me recordaba a un documental de algún lugar perdido en África, de hecho daba la impresión que en cualquier momento, de entre la maleza, saldría un león a la captura de su presa: turista rubia blanca.

Tras minutos de saltos y calor el motocarro se paró fente a un cerro. A mitad de éste había un sombrajo: el mirador. Elevé la vista y pensé en lo horrible que sería la subida por la árida ladera hasta allí. Sin embargo, había recorrido kilómetros para disfrutar del paisaje, no era hora de echarse hacia atrás. Con mi gorro de gringa y gafas de sol me animé a subir. El ascenso no fue tan malo como esperaba aunque el calor era bastante intenso. El esfuerzo mereció la pena. Desde allí arriba se podía observar todo el bosque con las montañas al fondo. Realmente la imagen mi cerebro la reconocía más como África que como América.

El calor empezaba a hacerse agobiante y el chico del motocarro me dijo que podíamos pasarnos por el río, idea que me agradó. Dejamos el vehículo en el camino junto a una iguana grandota y tras un breve paseo llegamos al "Río de la Leche", que recibe esta denominación por el color blanquecino que toma a veces, aunque no logro recordar cuál era el componente causante de tal cambio. Al principio metí sólo los pies, pero me apetecía zambullirme a pesar de la poca profundidad. El guía no se cortó un pelo y se bañó en ropa interior, así que, sin darle mayor importancia lo imité. Mientras me relajaba en el agua, él se aproximó y entonces intentó meterme mano. Yo me quedé sorprendida de que un guía oficial osara a hacer eso, así que directamente le dije que no se atreviese a tocarme y que no se pasase un pelo. Salí, me sequé y volví al carro, mientras él intentaba convencerme de que volviera al agua e intentaba restarle importancia. Tenía tanta rabia encima que tenía ganas de pegarle. Le dije que el recorrido se había acabado y que tenía que llevarme al lugar acordado, así que, ante mi imposición autoriataria no le quedó otro remedio que acercarme al pequeño pueblo donde tomaría el colectivo para mi siguiente destino.

Una vez relajada, en el pueblo, llamé a Christie y le conté lo ocurrido; ella, sorprendida me dijo que encontraría a alguien para ir a buscarme. La idea al principio era que yo fuera sola al museo y cuando volviese a comer ella se uniese para regresar en el coche a continuar la visita, sin embargo se hizo tarde y tuve que improvisar.

De allí me fui a Túcume, otro pequeño pueblo donde hay más restos arqueológicos. Como era un poco tarde no encontré ningún bar donde pudiese comer. Me resultaba extraño porque estaban abiertos pero ya no servían comida. Mi única solución fue ir a una panadería y comprar unos bollos para calmar el hambre.

Pregunté cómo llegar hasta el recinto arqueológico y me dijeron que se encontraba a unos 10 minutos, justo a la salida del pueblo, que podía ir a pie. Empecé a caminar, pasé junto a un montículo, dudé si era una huaca, por lo que lo rodeé descubriendo solamente toros, perros y pajarracos negros. Continué caminando, salí del pueblo, atravesé cultivos de arroz, entonces me detuve. A lo lejos podía apreciar el yacimiento, que se encontraba bastante más lejos de lo que me había indicado, sin embargo no me importaba. El sol descendía proyectando una tenue luz sobre los campos verdes, era precioso, aquella imagen en la que las libélulas me rodeaban agitando sus brillantes alas.

No me importó caminar unos veinte minutos hasta el yacimiento, sin embargo al llegar allí mi sorpresa fue que éste se encontraba cerrado. Tanto los horarios de la Lonely como los que me habían dicho los guías eran incorrectos. Conversé con los seguratas y les mostré mi indignación por la poca información, ellos, viendo que podían sacar beneficio de aquello, me dijeron que podía entrar a mitad de precio. Yo no tenía suelto (o sencillo), así que al final entré gratis. Comencé la ruta siguiendo las flechas del camino acompañada por un perro punky. Aquello era un auténtico desierto, todo tierra, con algún tímido matorral y el cielo anaranjado del atardecer. Entré en unas excavaciones abiertas y cuando salí por otra entrada descubrí un cartel: "Prohibido el paso", ups, menos mal que nadie me vió.
La Huaca Larga era la más grande que yo había visto hasta el momento, dudé si debería subir estando sola, entonces me acerqué y descubrí que habían construído unas escaleras para hacer más fácil la ascención. Subí tranquilamente parando a cada momento para contemplar el paisaje: seco por aquí, verde por acá y montañoso por allá. El color naranja lo invadía todo y me recordaba imágenes de la sabana africana, del desierto norteamericano: muy bello. En lo alto de la huaca me senté mirando al horizonte, dejé sencillamante correr el tiempo, sin pensar en nada, sólo estando allí tranquila.

A mi vuelta al centro de visitantes descubrí unos altos columpios, así que me entretuve balanceándome como una pequeña hasta que los zancudos me echaron de allí. Salí y Christie me esperaba con Alonso. Volvimos a Chiclayo, durante el trayecto yo les contaba mis aventuras como si de una niña vuelta de una excursión se tratase. Ya de vuelta en la ciudad fuimos al mercado central, donde comprobé que las maletas y mochilas eran más caras aquí que en España (como pasa también con ropa, zapatos o incluso con el desodorante). Decidí no comprar nada pero ya que estábamos allí degustamos una bebida llamada "champú" y unos dulces parecido a los picarones. Algo difícil para mí describirlo porque no se parecía a algo que hubiese comido antes, pero estaba bueno.

El día había sido muy largo, con aventuras y desventuras. Tenía ganas de volver a casa y relajarme. Lo haría pero antes tenía un último reto. Tras dejar a Alonso en su casa fui yo quien condujo. No fue tan grave como yo pensaba debido a que consistió en un pequeño trayecto. En Perú no se puede conducir con mentalidad europea, en Chiclayo no existen los semáforos, ceda el paso o stop (o hay tan pocos que ni los vi). Debes meter el morro del coche y colarte como puedas, algo que acabaría con mi pacencia si tuviese que hacerlo todo los días pero que al tratarse sólo de unos minutos me resultó divertido. Ya había conducido en Perú, tras esto podía dormir tranquila.

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