martes, 25 de mayo de 2010

Trujillo 1

Era muy de madrugada cuando hice aparición en aquella ciudad. Mientras esperaba la llegada de Renato visualicé, completamente horrorizada, una película de zombies que proyectaban en la sala de espera de la terminal, que se recreaba en cómo éstos sacaban los intestinos de sus víctimas o los descuartizaban con sus propios dientes. Realmente instructivo.

No conocía de nada a Renato, pero él se levantó a las 5 de la mañana para hacer de chófer sólo porque Christie se lo había pedido. Me pareció sorprendente que alguien hiciese algo así por una desconocida y realmente se lo agradecí. Había intentado buscarme alojamiento, pero esa parte de la historia había resultado más compleja. Sin embargo me acercó hasta uno de los céntricos hostales que la guía recomendaba.

Dormí apenas unas horas pero la cuenta atrás había empezado. Mi tiempo en Perú se acababa y aún me quedaba mucho por conocer. Así que, tras mi desayuno, en el que no podía faltar el jugo de papaya, salí a pasear por la ciudad. Al principio iba temerosa ya que me habían prevenido mucho sobre los robos. Poco a poco fui viendo que el truco consistía en no alejarse de los lugares concurridos y, en éstos, andar atenta a las pertenencias, tal y como había hecho durante todo mi viaje.

Trujillo es una ciudad bella. Supongo que los barrios periféricos no tendrán mucho interés y, aunque normalmente me gusta conocerlos, no lo creí adecuado en esta ocasión. En el centro resaltaban los caserones de grandes ventanales, llamativos enrejados y alegres colores. La plaza de armas de la ciudad es una auténtica explosión de colores, allá donde mires encuentras diferentes tonos que le aportan un aspecto muy alegre.

Reconocía la herencia andaluza en aquellas construcciones, pero tenían algo de diferente. Sólo con mirar la ciudad se podía adivinar que fue allí donde desembarcaron andaluces y extremeños, que se convertirían en terratenientes e invertirían sus fortunas en la construcción de ostentosas casas.
Esta herencia es también apreciable en la población, que resulta bastante más blanca de piel y de mayor estatura que los habitantes del altiplano.

Durante mi recorrido por la ciudad no paraba de hacer fotos a curiosas puertas y ventanas, independientemente de su estado de conservación, hecho que llamaba la atención de los lugareños. Supongo que pensarían que aquella gringa debía estar loca por fotografiar una ventana de enrejado oxidado y pintura descascarillada. Sin embargo, para mí, detrás de aquel visible abandono se escondía una gran belleza.

Callejeando terminé, sin haberlo previsto, en el museo arqueológico. No estaba realmente muy motivada para ver más museos, pero lo consideré un último esfuerzo y entré. Me resultó curioso porque encontré una mezcla de culturas que habían habitado en la costa a lo largo de los siglos. Por más que leí sobre ellos sigo siendo bastante ignorante al respecto. Aunque seguí con el juego de "adivine la cultura a través de la cerámica". Hacía calor en el interior, pero el reggaeton que venía del exterior me hizo la visita cultural discotequeramente más amena.

Para almorzar volví a pedir cau-cau, sin recordar que se trata de tripas y estómago de vaca, algo parecido a los callos. El sabor es riquísimo, pero el tacto de los pliegues del estómago de la vaca rozando la superficie de mi lengua hace que un escalofrío recorra mi cuerpo partiendo desde la nuca hasta llegar al tendón de Aquiles.

El plan era salir tras la comida hacia el Complejo del Brujo, pero surgió un imprevisto. Los trabajadores de una fábrica se habían declarado en huelga debido a los retrasos en el cobro de sus salarios. Enfurecidos, los manifestantes habían cortado con barricadas la carretera que llegaba a dicho complejo. Era imposible e inseguro llegar. El chico de la agencia me dijo que tendría que quedarme un día más en Trujillo si quería hacer todos los tours. Aparte de que por cuestiones de tiempo aquello era inviable, me parecía una estupidez no hacer nada esa tarde. Empecé a proponerle alternativas hasta que aceptó enviarme con el grupo que acababa de salir hacia Chan-Chan. Había un sitio en el carro así que tomé un taxi hacia la Huaca del Arco Iris, situada a las afueras de la ciudad. Allí me esperaba Carlos, el conductor colombiano del tour que me llevó hasta el grupo.

La Huaca del arco-iris perteneció a la cultura Chimú. Poco sé de esta cultura, sólo que ocuparon hace unos mil años los terrenos costeros que los moche habían abandonado; que hicieron grandes construcciones y que fueron conquistados por los incas poco antes de la llegada de los españoles.
Esta huaca está, sorprendentemente, construída de adobe en su totalidad. Es fascinante pensar que, a pesar de que algunas zonas hayan sido devastadas por la erosión, muchas otras conservan los relieves originales, que han sobrevivido a miles de años y a grandes catástrofes como el niño, que supuso un estrago en la conservación de estos yacimientos. Nada menos que el de 1997 destruyó no sólo cultivos, carreteras y puentes, sino también muchos restos arqueológicos.

De allá nos fuimos a la ciudadela de Chan-Chan (sol-sol), que era el único complejo de la zona del cual yo había oído hablar antes de aterrizar en el país. Una enorme ciudadela construida completamente en adobe y cuyas paredes están decoradas en relieves haciendo alusión al mar: sus olas, peces, pájaros... De hecho el complejo no se encuentra muy lejos de éste y puede oírse el romper de las olas (si yo me callo). Actualmente sólo se visita uno de los 9 palacios existentes y dentro de éste sólo una pequeña parte. Para su conservación, los muros de la ciudad se encuentrasn techados, con la esperanza de que las próximas generaciones puedan disfrutar de esa maravilla. Con una mezcla de barro, agua, paja y conchas edificaron templos y los decoraron con una estética envidiable. El único fallo es que, a pesar de ser un desierto, existen precipitaciones que dañan la estructura. En medio de grandes muros y pasillos áridos apareció un gran lago plagado de totora. Yo ya había formado un grupito de chicas en el cual íbamos comentando todo lo que visitábamos y entre las cuales se encontraba una alemana, Sibel, que era más pesada haciendo fotos que yo. Lo último que visitamos en la ciudadela fue una tumba real que no había escapado del saqueo producido por los huaqueros durante años, de modo que prácticamente lo que quedaba era un agujero.

Se empezaba a poner el sol cuando abandonamos la ciudad para ir en dirección al mar, concretamente a la playa de Huanchaco. Allá se agolpaban y entremezclaban turistas, surfistas, pescadores e incluso recién casados en plena sesión fotográfica. El sol estaba cerca del mar y el cielo se había tornado en ese color anaranjado intenso que tanto me recordaba a Pimentel. El agua ya no era azul, sino que, debido a la posición del sol, el mar se había convertido en un gran de espejo resplandeciente. Paseé junto a mis nuevas amigas por el muelle. Ellas disfrutaban con su helado, yo con las imágenes que iba grabando en la cámara. ¡¡Cuánta belleza para tan poca memoria!! Podíamos habernos quedado allí hasta la noche, como hiceron nuestros compañeros argentinos, pero la brisa marina era poco tolerable con la vestimenta que uno se ha colocado para ir a visitar el desierto.

El grupo de chicas estaba formado por Lourdes (venezolana), Charo (peruana), Sibel (alemana), Cida(basileña) que era la mayor pero más marchosa, y yo. El viaje de vuelta fue un auténtico gallinero que todas disfrutamos así que decidimos cenar juntas antes de seguir cada una con su camino. Una hora más tarde nos reencontrábamos, algo más adecentadas, para terminar yendo a la Rústica, una cadena de resturantes que puedes encontrar a lo largo del país. Nuestra primera decepción fue que no tenían pisco ¡¡¿¿cómo un restaurante no tiene pisco en Perú??!! Tras la primera mala noticia la camarera nos sorprendió con que la mitad de la carta se había agotado. Su única excusa fue que "era domingo". A mí me pareció imperdonable para un restaurante de esa categoría y me habría ido si no hubiese sido porque ya habían pedido. Tampoco tenían cusqueña de trigo.... Si hubiese estado sola habría terminado indignada, pero en compañía todo aquello se convirtió en causa de risa irrefrenable. Terminé cenando unos espaguetis a la bolognesa.

Habíamos pasado de ser unas auténticas desconocidas a disfrutar de una cena como si de una reunión de viejas amigas se tratase. Esas amistades en las que terminas dándote dirección y teléfono y acabas invitada (y obligada a ir según la anfitriona) a los Juegos Olímpico de Río de Janeiro 2016.

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